Artículo publicado en ABC el pasado viernes 24 de febrero de 2017

De pequeños, a los de mi generación, nos decían: “niño, no hables de lo que no sabes”. Hoy esa cultura ha quedado completamente desterrada. No sólo somos incitados constantemente a opinar sobre cualquier cosa, sino que hemos sido persuadidos de la gran falacia de que todas las opiniones valen lo mismo. Como si el principio “un hombre/un voto” pudiera extenderse a cualquier ámbito intelectual, hemos aceptado que cualquier opinión sobre arte, educación, física, comunicación, computación o empresa tiene el mismo valor, proceda de quien proceda, de un experto o de un ignorante en la materia. Cuando la realidad es que no todas las opiniones importan igual. Y que la diferencia entre las ideas no procede en la mayoría de las ocasiones de una mera diferencia de gustos, sino de conocimiento. Y que incluso los gustos son también, en gran medida, una cuestión de conocimiento.

Mis gustos en arte, por ejemplo, son muy legítimos, y tengo el derecho a expresarlos si me viene en gana, pero la realidad es que valen muy poco, porque es una materia a la que he dedicado poco tiempo de observación, práctica y estudio. Si pretendiera que mis opiniones tuvieran el mismo valor que las de un catedrático, un galerista o un museógrafo, sólo estaría demostrando ser un completo cretino, por más que un montón de gente pudiera llegar a jalear mis afirmaciones. Si me place, también puedo opinar sobre una sentencia o una técnica quirúrgica, pero desde luego no debería aspirar a que ningún juez ni ningún cirujano se rebajaran a debatir conmigo. Porque la realidad es que yo no estoy a la altura de ellos en sus respectivas áreas de especialidad y por consiguiente no puedo pretender que mis opiniones “compitan” con las suyas.

Lamentablemente, el principio de autoridad se está quebrando en todos los ámbitos de la vida, y hoy los pacientes les discuten a los médicos sus recetas, los ciudadanos se creen periodistas, los iletrados se ponen en pie de igualdad con los juristas, y todos sentimos que llevamos dentro un arquitecto o un decorador de interiores. Esa pérdida del principio de autoridad se está extendiendo incluso a la propia relación entre profesionales, en la que cada vez más hay menos respeto intelectual. Con asombro, he visto cómo ingenieros han tocado textos de compañeros periodistas, no para cambiar el sentido o aclarar el significado de una oración, simplemente por una cuestión de estilo, es decir, de gusto, o más bien de mal gusto y desconocimiento. Con vergüenza, vergüenza ajena naturalmente, he visto a abogados opinar sobre el trabajo de arquitectos, a fontaneros porfiando con aparejadores, y a programadores sintiéndose diseñadores. La prudencia en la opinión se ha abandonado por completo, sometida a una suerte de osada ignorancia en la que sentimos que nuestras ideas pueden medirse a la de aquellos que saben mucho más que nosotros.

El “empoderamiento” (discúlpenme la palabra) es la verdadera monstruosidad que está detrás de semejante disparatada democracia (o más bien acracia) de la opinión. Un auténtico “mantra” que ha invadido el discurso corporativo de un montón de profesiones, que parecen empeñadas en asimilarse al marketing, como si nuestra primera obligación -seamos médicos, notarios, periodistas, investigadores, científicos, jueces o ingenieros- fuera escuchar a nuestra audiencia para averiguar lo que quiere y así venderle más. Hay que “empoderar” a los pacientes, les dicen a los médicos. Hay que “empoderar” a los lectores, nos exhortan a los periodistas. Hay que “empoderar” a los acusados, acabarán exigiendo a los jueces. Pues bien, frente a ese “empoderamiento” de todos para poder opinar sobre todo, a los pacientes sobre sus tratamientos y a las audiencias sobre el periodismo, yo quiero hoy aquí hacer un elogio de la soberbia, de la soberbia intelectual y profesional, como antídoto necesario e inevitable contra lo que considero una verdadera enfermedad social. 

Lo diré de una forma que admita pocas dudas. Si el reclamado “empoderamiento” se traduce en poner en pie de igualdad la opinión del médico y del paciente, esa equiparación no puede acabar de otra forma que con el enfermo en el servicio de urgencias. Y exactamente el mismo silogismo aplico a la profesión para la que me formé y a la que me dedico, aunque desde la consultoría. Como sigamos empeñados en escuchar a las audiencias, obsesionados con dar al público lo que quiere, convirtiendo en noticia cualquier barrabasada o ligereza a la que la gente preste atención, entonces el periodismo acabará en el mismo cementerio al que irán a morir todas las profesiones hipnotizadas por los cantos de sirena del “empoderamiento”.

De modo que no. No creo en el “empoderamiento”, como no creo que todas las opiniones sean iguales. Y sí creo que cierto ensimismamiento es imprescindible en todas las profesiones, incluso en las que actúan de cara al público. Creo en el principio de autoridad, y creo en el respeto profesional. Creo en la educación, y mi experiencia me dice que el nivel de preparación de una persona se aprecia inequívocamente en el modo en el que se comporta frente al trabajo de otro profesional. Creo que hay profesionales mejores y peores y que nuestra gran opinión como público o como clientes reside en la elección, pero no en sentirnos profesionales de lo que no somos, debatiendo sobre lo que no sabemos.