Artículo publicado en Abc de Sevilla el pasado 17 de marzo de 2017

Hace poco se ha hecho viral el vídeo de un profesor que tiene un saludo personalizado para sus alumnos. Se trata de un maestro de una escuela de Carolina del Norte, en el sur de los Estados Unidos. Como puede ver en este enlace, el vídeo muestra a ese profesor recibiendo uno a uno a los estudiantes antes de entrar en clase. Cada saludo es casi una coreografía en la que profesor y alumno emplean unos cinco segundos. Si no lo han visto, les aconsejo que lo hagan, porque es muy simpático. Como decía, el vídeo ha adquirido una gran difusión, y a ello han contribuido diferentes medios digitales que lo han hecho público con exuberantes titulares. Los más prudentes han tildado al profesor de “único” o “motivador”. Los más excesivos lo han calificado de “increíble” o directamente le han atribuido la cualidad de ser el “mejor profesor del mundo”.

El sentimiento casi unánime de admiración que ha provocado en algunos medios y en las redes sociales el saludo personalizado de este profesor a sus alumnos (hasta el punto, insisto, de ser valorado como “el mejor profesor del mundo”) me ha hecho pensar hasta qué punto vivimos en una cultura dominada por lo visual, en la que sacamos conclusiones rotundas a partir de meras imágenes. No sólo hemos asumido que una imagen vale más que mil palabras, sino que hemos llegado al convencimiento de que las imágenes hablan por sí solas. Más aún, las hemos convertido en la prueba definitiva de la verdad.

Probablemente el periodista que tituló “el mejor profesor del mundo” sólo buscaba links para su noticia, pero estoy convencido de que la gente que en las redes sociales piropeó de todas las maneras imaginables a este profesor, lo hizo con entusiasmo sincero, convencida de que las imágenes eran suficientemente elocuentes como para concluir que mostraban a un docente “increíble” y “excepcional”, quizás el mejor del mundo. En el pensamiento de las personas que así lo afirmaban, las imágenes permitían dictar esa sentencia o, más allá incluso, dictaban esa sentencia por sí mismas. Algún comentario que pude leer en Facebook se lamentaba incluso de que no hubiera profesores así en Andalucía y a otro usuario las imágenes le llevaban a inferir que esa escuela debía de pertenecer al “primer mundo” de la educación, mientras nosotros estamos “a años luz”.

Y, sin embargo, la realidad es que nada de eso podía concluirse realmente de esas imágenes. Yendo un poquito lejos, del vídeo podía desprenderse una gran conexión emocional de los alumnos con su profesor. Es una deducción un poco aventurada, pero vamos a darla por buena, y vamos a creer que el saludo se repite así día a día, también cuando no hay una cámara o un móvil grabando la escena. Yo, que soy crédulo, me lo creo. Ahora bien, ese vídeo no revela nada de lo que sucede dentro de la clase, y aunque lo enseñara en la forma en la que un vídeo puede “mostrarnos” algo, es decir, de una forma meramente visual, de su contenido no podríamos colegir nada sobre las auténticas capacidades de ese profesor.

Quiero decir que a través del vídeo hecho viral no podemos saber si ese profesor ha hecho pensar críticamente a sus alumnos, si les ha enseñado a escribir o a calcular mejor. No sabemos si los ha hecho más reflexivos, indagadores y creativos, ni siquiera sabemos si logra motivarlos también dentro de la clase. En suma, por las imágenes compartidas a través de la red sabemos realmente muy poco sobre las competencias del profesor y sobre la evolución en el aprendizaje que han experimentado sus alumnos.

Siempre he pensado que una de las carencias tradicionales de nuestra educación ha sido la inteligencia emocional. Ni a los alumnos de nuestra generación nos ayudaron a desarrollarla, ni muchos de los docentes que nos enseñaron se interesaron por cultivarla en beneficio de la conexión con sus alumnos. Mi admirado Paco Pérez Valencia, que escribe habitualmente en esta tribuna, lo primero que hace antes de dar cualquier clase o curso, aunque sea de un día de duración, es memorizar los rostros y los nombres de cada uno de sus alumnos y recopilar toda la información personal posible sobre ellos. De modo que, en el momento de conocer a sus alumnos, él ya los llama por sus nombres y tiene algunos detalles sobre sus vidas. Me parece fantástico, y verdaderamente creo que la conexión emocional entre el docente y el alumno es clave en el proceso de aprendizaje.

Dicho lo cual, estimo sin embargo que estamos pasando de una cultura social que ignoraba las emociones a otra que las maximiza completamente, convirtiendo en “bien absoluto” todo aquello que, envuelto en el celofán de las imágenes, nos seduce o conmueve, sin mediar un análisis racional y discursivo previo. Y cuidado con eso, porque el binomio imagen-emoción es una verdadera amenaza a las genuinas señas de identidad de la sociedad occidental, un material explosivo que puede dinamitar el gran edificio cultural, político y científico levantado desde La Enciclopedia, basado en la razón y en el escrutinio lógico de los asuntos de interés común.

Si nos guiamos exclusivamente por la emoción, y concedemos a las imágenes la prueba de la verdad, podemos llegar a conclusiones muy exageradas y también muy erróneas. No sé si el profesor del video viral es el mejor del mundo, sólo sé que las imágenes no me dan ninguna información de valor sobre ello. Había una vieja máxima del periodismo amarillista que decía “no dejes que la realidad te estropee una buena noticia”. En el contexto de las historias virales y las redes sociales, hoy esa máxima podría ser actualizada de la siguiente forma: “no dejes que la verdad te estropee un video conmovedor”. Haríamos bien en activar nuestras alarmas frente a tanta emoción cocinada para ser viral.