Hay gestos que comunican más que mil discursos. Y en política, donde todo se cocina con sal gruesa, donde el marketing de la imagen le ha ganado la partida al marketing de la palabra, mucho más.

En mi experiencia como consultor de comunicación, he tenido ocasión de participar en varias campañas electorales, de muy distinto signo político. Y a pesar de la experiencia, no dejo de maravillarme por la parafernalia que los grandes partidos son capaces de desplegar cuando se trata de vender su marca en el periodo electoral. El mítin, como vehículo de comunicación política, me parece rotundo, incontestable, imbatible. Pero los mítines, como toda la política, han virado hacia el vaciamiento de su discurso en beneficio de la imagen: los símbolos, las metáforas, los recursos visuales imponen su criterio en un tiempo en que la ideología ya no es una prioridad, más allá de las consignas y los eslóganes. Todo tiende a la simplicidad, al tópico, a lo directo. Conceptos que en otro tiempo constituyeron el armazón intelectual del discurso político ahora son mal vistos, carne pasada, de otro tiempo. En su lugar se refuerzan estrategias como la redundancia, el recargamiento visual, la figuración. Ello convierte los mítines en platós improvisados de televisión, y a los políticos en monologuistas de dudosa gracia, pero que siempre cuentan con el agradecido recurso de la música para atraer las simpatías. Funciona, la música: como Woody Allen escuchando a Wagner, después de asistir en vivo a un baño de banderas azules –PP- o de rosas –PSOE- acompañado por las sintonías de los respectivos partidos, he de confesar que uno siente ganas de invadir no sólo Polonia, sino Europa entera.

Creo que nadie se escandaliza si afirmo que hoy el discurso político ya no es cosa de los políticos: es competencia (a veces, casi exclusiva) de los asesores de comunicación, los jefes de gabinete y los equipos de marketing e imagen que se encargan de crear y dar lustre al contenido político, zurciendo el vacío con prestidigitaciones retóricas y con eslóganes que muchas veces son más propios de una marca comercial. Todos los discursos de un político, cuando no son improvisados (aunque en política ya muy poco es improvisado), están confeccionados por comunicadores, igual que las comparecencias, las entrevistas, los artículos de opinión, las notas informativas y en general todo lo que forma parte del discurso, es decir, el qué, o lo que es lo mismo, lo que se presupone el principal valor de una propuesta política. De este modo, se suple la ausencia de fondo con un exceso de forma. Se impone el adorno, lo vistoso: lo visual.

Que se juegan mucho en los gestos es algo que tienen bien sabido los políticos. He visto en acción a auténticas fieras, con un control de la proxémica, la gestualidad y el uso del cuerpo como herramienta de lenguaje verdaderamente apabullante. Por eso me extraña que algunos todavía incurran en errores de principiantes, sobre todo cuando se trata de gigantes de la política, gente que ocupa u ocupó en su día puestos de gran responsabilidad y que conoce el valor de cada gesto. Es cierto que algunos son conscientes de la dimensión de dichos gestos, y los explotan convenientemente con afán provocativo.

En otros casos se trata de casualidades, de guiños de la suerte, que son convenientemente aprovechados por los periodistas, regalándonos estampas que son en sí mismas verdaderos poemas.

La retransmisión en directo de la agonía de Adolfo Suárez (aunque eso daría para un post: el inventor de esa nueva fórmula de difusión de la muerte incluso antes de que se produzca es un fiera, quiero conocerlo) y las exequias por el fallecimiento del ex presidente han dado para mucho. Se ha escrito y hablado hasta más allá de la saciedad de lo que su figura representó para la Transición, para la Historia reciente de España, para nuestro Estado democrático. A través de su figura se ha puesto en valor el carácter y la personalidad de los políticos de aquel tiempo, los que diseñaron nuestra Constitución a base de esfuerzo, conciliación, consenso y todos los lugares comunes que se les ocurran. En casi todos los casos, este ensalzamiento se contrapone a la imagen actual de nuestros políticos, vacíos de discurso, simples, mediocres. Hemos ido a peor, parecen señalar todas las tesis. Ya no hay políticos como los de antes. 

Pero los políticos deberían saber que, por más ríos de tinta que se derramen en la prensa, por más tertulias radiofónicas matutinas que los manoseen, la política, como reza el tópico, es cosa de gestos. Y en todo este mareante sobeo al que nos han sometido los medios durante dos semanas con la muerte de Adolfo Suárez (me ha pasado como con Mandela: creía que no moriría; creía que, de tanto nombrarlo, acabaría por resucitar como Lázaro), no he visto ningún testimonio tan lúcido y clarividente como el que nos regaló, como un fogonazo, la retransmisión del Solemne Funeral de Estado por Adolfo Suárez celebrado el día 1 en La Almudena.

Y es que cuando la comunicación los desasiste, cuando por un descuido el jefe de gabinete de turno desvía la vista, cuando no hay papeles en la mesa que guíen su discurso, los políticos son como niños.