Ivanhoe, Don Quijote, La Odisea, Los Miserables, Madame Bovary, el arsenal de libros de aquella colección Orbis que me regaló mi padre, y de aquella otra de Salvat, y que me leí cuando era joven, el sofá donde leía tumbado y el de las siestas de los viernes por la tarde, el periodista Manuel Hidalgo conduciendo un programa que hoy sería imposible, o quizá no, quién sabe, las series del sábado tarde, MacGyver, Luz de Luna, Se ha escrito un crimen, las disputas con mi hermano Pedro por el mejor sitio, ¡me pido el sillón bueno!, el teléfono que suena, ¡me pido no cogerlo!, mi familia reunida para ver Autopista hacia el cielo, la tapita del domingo a mediodía con mi cuñado, cuando aún era aspirante a cuñado y me llamaba Miguelata, las latas de sardinas y de atún, los picos y el queso muy viejo que se rompía al cortarlo, ummm, un vino muy dulce que se llamaba Picoplata, mi madre advirtiendo que se nos iba a quitar el hambre, y tratando de que no me durmiera tan temprano, y yo dormido en el sofá a las seis de la tarde, y levantándome a las seis de la mañana porque ya llevaba doce horas de sueño, y mi hermana Inma despierta, estudiando, yo jugando a su lado, y ella estudiando anatomía conmigo, entonces estaba canijo, ella examinándome los huesos, y sacándome del baño, yo temblando de frío, y de miedo en mi primer día en el San Francisco de Paula, con seis años, sin pasar previamente por la guardería, papá, soy el último de la clase, don Luis Rey restándole importancia, qué quieres que sepa con esa edad, tiene toda la vida para aprender, y mi padre infundiéndome confianza, con su inquebrantable optimismo, eres el último pero te pondrás el primero, la admiración y el deseo de seguir a los que eran mejores que yo, que nunca me ha abandonado desde entonces, los profesores que me dejaron humanamente una huella mayor, don Miguel, don Joaquín, don Gabriel, don Juan Francisco, doña María Estela, doña Maribel, y por encima de todos, el propio don Luis, y luego los tres curas rojos, los que más me influyeron intelectualmente, Garrido Luceño, Liencres, García Vázquez, y mis amigos de aquellos años, los del Bachillerato, Cárdenas, Manzanares, Pavón, Rojano, Ros, y los que me acompañaron desde pequeño, Montero, Barrero, Caballero, Cano, Matoso, Gandullo, Candelera, Tovaruela, Urbano y sobre todo Isidoro, el único nombre propio entre un montón de apellidos completamente familiares aún al cabo de los años, 25 desde que salimos allí, los nombres y sobre todo los rasgos de carácter, la impronta franciscana, el espíritu crítico, el respeto a los que no piensan como tú, la admiración por el conocimiento y la buena argumentación, el gusto por la confrontación dialéctica (y por los zascas como los llamaría ahora mi hijo), el gozo por la diferencia mucho más que su mera aceptación, la ironía y cierto relativismo, todo ello filtrado luego por una literatura que me puso de parte de los perdedores, de los personajes complejos, atormentados e incorruptibles, de los tipos duros y muy hombres de la novela negra, desde Sam Spade (Hammett) hasta Quirke (Benjamin Black), y de las mujeres también duras y muy mujeres, inteligentes y seductoras, Humphrey Bogart y Lauren Bacall como síntesis, el cine en blanco y negro, la frase exacta en los labios, esa que afanosamente busco en cada conversación de wasap que se pone interesante y en algunos mails con algunos clientes, esa que casi nunca me viene cuando hablo y un poco más cuando escribo, el diálogo convertido en un ejercicio de esgrima intelectual, como en Oscar Wilde, como en Shakespeare, y yo intentándolo con una niña que me gusta, que me gusta mucho, y que ahora me gusta más, he quedado con ella en la calle Alfonso XII y al cabo de treinta minutos de esgrima se rinde y dice vale, y a partir de ese momento, la predilección por el río y por el Parque y por las callejones más oscuros del centro, la biología impaciente, el erasmus que menos mal que no le dieron, yo consolándola estallando de felicidad por dentro, la carrera que se me hizo eterna al principio y que luego se acabó en un suspiro, Monago, Lastra, Colón, Nacho González, las oposiciones que no llegué a prepararme, Antonio de la Torre mandándome al cuerno por pensar en dejar el periodismo, un encuentro casual con Pepe Álvarez en la facultad, y al día siguiente una llamada de su amigo Rubiales, y desde entonces Euromedia, una producción que echo a perder por desconocimiento e inexperiencia, y mi primer gran contrato, El Monte, Paco Pérez, y, al cabo de los años, su hijo Pérez Valencia y nuestra Universidad Emocional, un montón de clientes y un montón de gente extraordinaria, mis socios y compañeros, el Tusquest de Dani, y, sin ser consciente, el trabajo para el que me había estado preparando desde que era pequeño, con los libros que leí en los veranos de adolescente, y con los que luego seguí leyendo cuando me hice adulto, Rojo y Negro, Conversación en la Catedral, La Consagración de la Primavera, Habana para un Infante Difunto, y otros novelones que nunca lograré escribir, con el nuevo periodismo de Tom Wolfe y Gay Talesse, con las columnas de opinión que devoraba a diario, Umbral, Ignacio Camacho, Raúl del Pozo, Ferrand, con el costumbrismo de Larra, y con las clases de Historia y Filosofía Política de Alfonso Braojos, con los textos leídos de Platón, Maquiavelo, Locke, Rousseau, y el feliz descubrimiento de Habermas preparando las clases de Opinión Pública el último verano, qué forma de razonar y desarrollar la argumentación, de conseguir que cada idea sea la consecuencia natural de la anterior, y que todo forme parte de un discurso único y completamente redondo que progresa desde la primera línea hasta la última, abriendo nuevas perspectivas al lector, descubriendo territorios antes inexplorados, argumentar, rebatir, cuestionar, persuadir, informar, editorializar, a veces seducir, en eso consiste lo que me gusta hacer, y también mi trabajo, la poderosa seducción de la pantalla en blanco, la creatividad, la pasión, la originalidad, que viene de origen, la fórmula de la exitocina, que tu ocio sea tu negocio, los ratos disfrutados juntos a Paco Ortiz escribiendo el libro de su vida, la pluma regalada por Fernando y Mari Paz cuando lo presenté, las noches de vino y conversación pasadas con ellos, y con otros tantos amigos de la madurez, el padel y las deshoras en el Rincón de Juan con O’Connor y Contreras, los paseos de los sábados hasta el centro para ir a desayunar, las calles de mi geografía emocional, Abades, Bamberg, Guzmán el Bueno, Segovias, Mármoles, Argote de Molina, Corral del Rey, Estrella, Manuel Rojas Marcos, Pajaritos, mis abuelos y todos los que me precedieron, mi padre que está en lo más Alto de mi memoria, mi madre y todos mis hermanos, Milagritos, Inma, Pedro y Fran, mi primo Jesús, que fue como mi hermano pequeño, su madre, que es mi tía Paula, mi hijo mayor que se llama también Jesús, y Miguel, el pequeño, con el que pierdo el pie, mis días sólo para Manuela, y de Manuela solo para mí, las ciudades de fin de año, los días de verano en Lisboa, las noches estrelladas en una terraza de Isla Cristina, los sueños cumplidos y por cumplir, y los que nunca se cumplirán, el placer de contarlos, y de escribir este blog, el placer de buscar el placer en todo, y sobre todo en lo cotidiano, como el detective de Twin Peaks a punto de tomarse un dónut para desayunar, el café muy amargo y muy caliente, una tostada con el queso fundido, una botella de vino, la primera copa y la última, la ducha tras levantarse, y la de antes de salir a cenar, esas son mis coordenadas, el territorio del que vengo y donde estoy, y no quiero abandonarlo, sino extenderlo, y sobre todo habitarlo, intensamente, mi zona de confort, ayer, ahora y siempre, hasta que la muerte nos separe, amén.

Autor


Miguel Ángel Robles

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