La vida política en democracia se sostiene sobre dos tipos de persuasión. La primera, bien conocida, es la persuasión del electorado. La segunda, ignorada y sin embargo esencial, es la persuasión entre los propios políticos que defienden opiniones diferentes. En los sistemas representativos, los parlamentarios tienen el deber de convencer (y dejarse convencer) en pública discusión hasta encontrar las mejores ideas para el gobierno de todos.

La consideración de la discusión pública como el mecanismo más eficaz para llegar a las decisiones óptimas, las más solventes intelectualmente, fue una gran aportación del pensamiento ilustrado, que concibió que no sólo las decisiones del poder político, sino también la propia opinión pública a la que los dirigentes públicos tenían que rendir cuentas, debían conformarse a través de un proceso deliberativo en el que unos convencían a otros, y en el que todos asumían la premisa de que era posible (y necesario) dejarse convencer.

En dejarse persuadir no había nada malo, al contrario. La persuasión a través de las razones debía ser el mecanismo esencial de la democracia, un verdadero resorte de progreso y cultura, sólo al alcance de las sociedades más maduras y de los individuos más letrados. De hecho, si había precisamente un signo reconocible de ilustración, era precisamente ese: la aceptación de la confrontación intelectual como el único medio a través del cual se dirimía la superioridad de las ideas, más allá de la jerarquía social o la posición económica. El objetivo de convencer a través de la argumentación racional constituía la misma esencia de la discusión pública, tanto de la discusión de los políticos como de la conversación que los ciudadanos entablaban en clubes, cafés, tertulias…

Todo eso ha cambiado drásticamente. En la esfera ciudadana y en la política también. Cuando dos dirigentes públicos inician una conversación, ambos parten de posiciones inamovibles. El debate parlamentario no es ya un diálogo orientado a la persuasión, sino una escenificación pública de planteamientos estáticos. ¿Alguien ha visto salir de una sesión parlamentaria a algún político pensando de modo diferente a como pensaba cuando entró? Sólo imaginarlo nos parece algo ridículo e ingenuo. Y sin embargo, en esa ingenuidad descansan las ideas ilustradas que levantaron la democracia.

El objetivo de la nueva forma de discutir políticamente no es convencer, sino vencer, y la única persuasión que se persigue es la del electorado. Cierto es que los políticos siguen llegando a acuerdos, pero estos no responden ya a la persuasión, sino a la mera cesión de posiciones. Los partidos no renuncian a las ideas que tenían antes de ponerse a debatir, simplemente las aplazan por una suerte de pragmatismo político que se parece bastante al regateo comercial. La negociación ha suplantado el debate, y la discusión pública ha degenerado en un mercadeo en el que las mejores ideas no se imponen sobre las peores, sino en el que facciones irreconciliables porfían por sus programas (y sobre todo por los cargos y los presupuestos), como dos comerciantes tiran y aflojan para conseguir la mayor rentabilidad económica.

Lamentablemente esta nueva dinámica de discusión también se ha extendido a la esfera social (y por supuesto a la mediática). Si nunca hemos visto a un político salir de un debate parlamentario con una posición diferente a la inicial, más difícil es aún que en una tertulia un periodista le dé la razón a otro, después de que este le exponga su punto de vista. Cambiar de opinión por una idea intelectualmente superior lo consideramos algo humillante. Cuando iniciamos una conversación, partimos de la premisa de que nadie modificará nuestra forma de pensar, e inversamente por tanto nuestro objetivo no será nunca convencer al adversario dialéctico, sino derrotarlo (o hablando con mayor propiedad, humillarlo). Exactamente como los políticos, la persuasión es un objetivo que aplicamos a los terceros, no a la persona con la que discutimos. Nadie se retractará de sus ideas iniciales, salvo por una avalancha violenta de opiniones contrarias. Y entonces más que cambiar de opinión, el arrepentido lo que hará es inmolarse públicamente y pedir perdón.

“No trates de convencerme porque no voy a variar mi forma de pensar”. Cada día presenciamos decenas de conversaciones que se desarrollan bajo esa indigente premisa intelectual, grabada a fuego en nuestro nuevo ADN social. Si no admitimos la posibilidad de cambiar nuestras ideas, entonces… ¿para qué debatimos? Una verdadera cultura democrática exige justamente lo contrario, una genética social abierta a la persuasión, en la doble dirección de convencer y dejarse convencer, y alejada de la estigmatización del cambio de opinión.

Porque si hay algo profundamente contrario a la esencia de la discusión democrática es “morir con tus ideas”, ese mantra totalitario disfrazado de integridad por dirigentes sin ninguna cultura política (ni de ningún tipo). No hay mayor forma de fascismo que la del inmovilismo intelectual y el rechazo a cualquier forma de persuasión. Los dictadores (como los cretinos) ni dudan ni cambian de opinión. Y por supuesto nunca se dejan convencer. Necesitamos otra cultura política y social. No la cultura del “no es no”, sino la cultura del “no puede ser sí si alguien me convence racionalmente de que el sí es mejor”. Morir con las ideas propias, por soberbia, sordera e ignorancia, tiene muy poco de digno y sí mucho de antidemocrático.